Con matches y a lo loco




Quiero deslumbrar y hacer ruido y rugir.
Quiero esconderme y llorar y abrazarme a mi madre. Pero eso nos pasa a todos.

Siri Hustvedt



Tengo 25 años y estoy aterrorizada. Tengo 25 años y me siento sola. Tengo 25 años y algunas inseguridades. Tengo 25 años y estoy continuamente excitada. Tengo 25 años y no puedo poner todo esto en mi perfil de Tinder, o mis posibles pretendientes pensarán que les estoy tomando el pelo.

¿Qué busco? Un príncipe contemporáneo de cuerpo y rostro relativamente hermosos, ideas claras y pájaros en el corazón. Si las mareas generadas por el algoritmo de la aplicación pudieran traer hasta mis costas a alguien así sería maravilloso. También debería tener cierto gusto estético, algo de refinamiento en sus formas y, por supuesto, un gran paladar para elegir los mejores restaurantes.

Tengo 25 años. No sé si es por mi edad o por mi innata manera de percibir el mundo, pero a menudo me encuentro rodeada de mentiras y artificios horrorosos. Cuando hago el amor con alguien que me gusta, sin embargo, no encuentro más que una verdad sencilla y natural. En el contacto con otro cuerpo desaparece el miedo, me dejo ser. Me gusta abandonarme a los instintos, explotar. Cuando eres pequeña, pueden explicarte el funcionamiento de una polla o un coño, sus funciones reproductivas y todo eso. Pero nadie puede explicarte con exactitud cómo se hace de verdad el amor. Es algo ancestral. Está ahí. Acudes a ello como te diriges a un río en mitad de la sed, como buscas ayuda si hay exceso de sangre en tus heridas. Tan primitivo. Tan hermoso.

Con la boca seca pongo a trabajar el pulgar y me adentro en la mecánica de los matches. Pronto alcanzo habilidades suficientes para sincronizar con exactitud suiza todo movimiento con su correspondiente primerísima impresión. Un match, tres palabras, y ya sé si él y yo nos lameremos los genitales como perros felices o nos exploraremos los cuerpos como personas tristes. Aunque el azar siempre tiene un papel protagonista en todo esto. El azar y la imaginación. 

En lo que respecta a idealizar, a mí me gustan los músicos. Encuentro adorables sus egos creativos, esa costumbre suya tan ególatra de torturarse por placer, su fingida inocencia. Esas almas asalvajadas con cuerpos de nutria de pantano me excitan muchísimo y cambiaría mi vida entera por ellas. Una vez, en el tiempo en que yo creía posible hacer de mi vida un videoclip de Lana del Rey, estuve a punto de mudarme al apartamento encantador de un guitarrista de cuarenta años. En el centro de estanterías desbordadas de libros y vinilos solíamos beber vino, bailar pegados y escuchar a Lana del Rey durante horas. Yo le hacía sentir joven, le ayudaba a esconder la falta de pelo y a elegir las camisas de los conciertos. Él me invitaba a comer dentro y fuera del dormitorio. Pero un día, por sorpresa, enfermó de un brote de realidad y me dijo que lo nuestro no podía ser. Aquello debería haberme roto el corazón, pero en el tren de vuelta a casa puse la mirada en el paisaje y me di cuenta de que no estaba triste. Nada comparado con la semana de insomnio y sollozos que me hizo pasar un bajista de mi edad. Su principal problema consistía en ser demasiado atractivo para tocar el bajo y no darse cuenta de ello. Ojalá encuentre una solución antes de verse eclipsado del todo por sus compañeros y por la vida.

Con los escritores y poetas ocurre todo lo contrario. No solo son conscientes de sus problemas más hondos, sino que además se enorgullecen de ellos. La depresión es romántica; las crisis creativas son síntoma de genialidad; el caos emocional un hobbie y el dolor resultante una consecuencia inevitable de su supuesta hipersensibilidad. Son seres maravillosos. Una vez intimé con un poeta tan bello que ni siquiera me parecía real. Antes de tenerlo detrás se sentó en frente mía y me habló de sus verdades. Yo no escuchaba, miraba y veía. Cuando conoces a un escritor, nunca puedes estar segura de si sus palabras se corresponden realmente con sus emociones o si en realidad se trata de ocurrencias momentáneas, de ideas robadas a Hemingway o Fitzgerald o quién sabe. Mi poeta hermoso me habló, ya en calma, de un escritor que percibía el clímax como un derramarse a uno mismo por dentro. El sexo como desembocadura del alma. Todavía embriagada por su cuerpo, la explicación me pareció excéntria. Sin embargo, ahora encuentro cierto sentido en ella.

Cuando termino de estar con un amante miro al techo y me pregunto dónde estoy en ese momento. Soy saliva y sudor. Soy un solomillo de cerda ibérica recién masticado y esa consciencia, lejos de parecerme triste, me resulta tranquilizadora. Porque a quien le gusta el solomillo no piensa en la pieza de carne cuando la mastica y eso exime al alimento de cumplir con las expectativas. Entonces recuerdo esa frase de Dorothy Parker, quien en materia de amantes escribió que el orgullo auténtico, el verdadero orgullo, radica en carecer de orgullo. Según Marilyn Monroe, todos nacemos como criaturas sexuales gracias a Dios y de ahí surge el arte y todo. Pese a todo, yo nunca he sido musa de ningún artista. Ninguno se ha inspirado nunca en mí para escribir o componer. Paso por sus vidas de puntillas. Voyeur sentimental. Es natural que el resto de mis pretendientes, ajenos a las artes, no entiendan esto.



Por ejemplo, una vez tuve en mis redes a un graduado en educación infantil que además se dedicaba a recoger aceitunas. En principio no era mi tipo, hasta que su foto frente al espejo empezó a recordarme a una escultura de Rodin. Preparé el corazón, me corté un pecho, construí un arco y varias flechas y establecí el punto de partida del ataque. Decidí alimentar su ego.
-Tienes unos brazos muy fuertes.
-Porque entreno...- respondió- Pero bueno, tampoco están tan fuertes.
-Son bonitos- escribí en pleno compromiso con mi estrategia- muy de escultura de Rodin.
-Ni idea de quién es ese señor, Pilar.





Me gustó su sinceridad. Habría sido fácil para él recurrir a Google. ¿O en realidad fue desidia? ¿desinterés? ¿Acaso creyó tenerlo todo ganado desde el primer momento y por ello no se molestó en tratar de impresionarme?. Decidí seguir jugando a las novelas de Jane Austen.
-¿Quieres que seamos amantes?
-Me encantaría, Pilar- contestó mi aspirante a señor Knightley- ¿me mandas fotos desnuda?
-Claro que no.
-Pero, ¿No éramos amantes? Vaya amante, ¿no?
-No voy a mandarte una foto de mis tetas, no te conozco en persona.
-Joder con las tías, estáis todas locas.

Locas. LO- CAS. ¿Locas? Querido, no sabes ni la mitad.