Una odisea en el gimnasio


La primera vez que me avergoncé de mi cuerpo fue con diez años. La mayoría de las chicas del colegio eran guapas y en algunas ya se intuía el contorno de unos pechos bonitos. En las conversaciones del recreo, la regla o los sujetadores desprendían ese halo de lo prohibido, lo morboso, de aspecto fronterizo entre lo natural y lo casi demoníaco. Las tetas incipientes, los pezones erguidos, el ligero abultamiento en el pantalón de chándal de los chicos, los culos prietos y redondos, todo aquello despertaba ensoñaciones prohibidas en la educación de un colegio concertado con pretensiones evangelizadoras. Apuesto a que muchos de nosotros estábamos salidos, pero no se nos permitía expresarlo. Las fantasías te pillaban por sorpresa. La vergüenza de tener que aplacar los sentimientos por estar en el mundo. Llamaradas. Confusión a todas horas.

En clase había un niño con síndrome de down. Él no se avergonzaba nunca. Por qué habría de hacerlo. Cuando una chica le parecía guapa, lo gritaba. Cuando veía unos pechos incipientes, quería abrazarlos, y las niñas chillaban y corrían, entre risas escandalosas. Algún niño también se escabulló de sus muestras de cariño más de una vez. Ninguno nos permitimos reconocerlo, pero todos queríamos ser como el niño con síndrome de down, para abrazar la misma libertad de expresión. Nunca supe los criterios estéticos y químicos que le impulsaban a preferir a unas niñas y descartar otras, pero a mí no me eligió nunca. Nadie me había enseñado en qué consistía ser mujer, ni si las diferencias implícitas en esa condición conllevaban una serie de privilegios, obligaciones, normativas o presupuestos, pero así empecé a intuirlo. Quería gustar, así que me puse a dieta.

Llegué a casa decidida. –Mamá, me voy a poner a dieta. Se acabaron las galletas Ositos Chiquilín, las mezclas de yogures Danone con patatas fritas. Ni un aperitivo más.– y mi madre, benévola y paciente, aceptó mi nuevo objetivo con la sospecha de que aquello iba a durar bien poco. No se equivocó. Después de tres días escribí en mi diario «las dietas son lo peor porque no puedes comer cosas ricas como chorizo o salchichón». Ahora no como carne, pero cada día, al embutirme en las mallas,  subir a la bici estática, prepararme para una hora de movimiento, sin llegar a ninguna parte, me pregunto por qué lo hago. Por qué me someto a una hora diaria de torrentes de sudor, sed, desesperación, dolor. Por mí no, desde luego. Si estuviera sola en el mundo, con toda probabilidad viviría en el campo. Querría parecerme a la tierra. Hacer hermandad con los gusanos. Mezclar mi descomposición progresiva con el aroma del musgo y de las flores. Unir mi carne a la verdadera carne primigenia,  la que se pudre al sol en mitad de la montaña, a la espera de los carroñeros. Pero soy ciudadana del mundo. No soy solo carne, sino que soy mujer, y el espejo me sitúa en esa realidad contundente, sencilla, cada día.

Así que una vez más, tras el sonido de la alarma, como un resorte, cojo impulso, me deshago de mi vello y me recojo el pelo, me convierto en un embutido torrefacto de Nike y Decathlon. Me subo a la bicicleta. Pedaleo. La hago rodar. Ruedo y ruedo y ruedo sin llegar a ninguna parte, hasta sentir mis extremidades a punto de reventar. Entre la sed y los mareos, casi llego a conectar con algún rito ancestral de una tribu indígena. Menos ayahuasca y más spinning. Los delirios me llevan al centro de un osito chiquilín, al patio del colegio, a los pechos grandes de una niña, la cintura delgada de otra. Casi puedo ver como todos los fluidos de mi cuerpo se derraman, se desorganizan. Los fluidos vaginales van a la cabeza, el líquido cefalorraquídeo desciende por la vagina poco a poco a la espera de encontrarse con una compresa previamente colocada. Cartílagos, vértebras, venas, huesos, músculos, sangre. Todo desordenado, en movimiento, impulsado por una dolorosa verdad universal. Si quieres tener muchos amigos, un buen coche, si quieres estar buena en bikini, más te vale ponerte a trabajar, maldita perra.